domingo, 25 de enero de 2015

El Gigante y Yo



Lo había conocido horas antes, pero cuando me preguntó cómo lo encontré en medio de la calle no supe responderle.

-No sucede todos los días, -dijo mientras arrancaba el tanque de agua de una fábrica a cincuenta metros de allí y se lo tomaba como un vaso de agua-, que alguien tan pequeño como tú detenga a un ser de mi altura.-
Le recordé que no sucede todos los días que alguien se transforme en gigante de la noche a la mañana.
-Pero tu puño –insistió- detuvo al mío, y eso que es mil veces mas pesado, ¿cómo puede ser?
-Vos sabés la respuesta a eso- Dije, y me asombre de que no me llamara a mí la atención, y que además, antes de contestarle se me había aclarado como por magia en mi cabeza el como podía ser eso, tal como cuando uno entiende el mecanismo de la lluvia.

-No, no lo sé, -vaciló- supongo que yo te veo con mis ojos, y que lo grande que hay en ti es tu alma, y como tú y yo golpeamos con el alma, nuestros puños impactaron y se detuvieron porque nuestra alma es igual de grande, creo.-

-¿Viste que sabías la respuesta?-

Era curioso que ninguno de los dos tuviésemos que hablar para escucharnos, sino que hacíamos algún tipo de telepatía. –Menos mal, -pensé-, porque la voz de un gigante me rompería los tímpanos aunque hablase suave, y asimismo mi pequeña vocecita sería imperceptible para él.

Le pedí que me recuerde su día. No me lo había contado, pero yo lo sabía, de la misma manera que sabía que lo conocía de antes, pero no podía deducir de dónde: Aquel gigante me era familiar.
Explicó que se durmió inmerso en odio, porque la impotencia para cambiar los problemas que le daban el resto del mundo lo había derrotado, y cuando se despertó había dejado de ser un ser humano común y se había transformado en aquel gigante de doscientos –o mas- metros de altura.

Motivado por el monumental tamaño físico, salió a corregir a los que le trabaron el camino.
Se inició así su camino de venganza.

Lo primero que sucumbió a su ira fue el coche del vecino, quién días atrás le había chocado su auto mientras estacionaba, y lo amenazó con fajarlo si reclamaba algo. Seguro que no lo iría a fajar ahora.
La casa de Juancito fue lo segundo: quedó cinco metros bajo tierra, junto con las drogas que distribuía por el barrio. Más tarde Juan sería encarcelado, cuando un asalto desesperado al banco para pagar lo que había perdido se viera frustrado por la policía.

Al anochecer pasaría por la casa de Mariana, quién lo había dejado un mes atrás –después de cinco años de relación- cuando él la encontró con dos chicos en la cama (no quería matarla, porque la seguía amando, pero le pegaría un par de gritos).

Pero antes de Mariana, tendría lugar su tercera venganza: la planta de electricidad, porque esta compañía puso mas tensión en los cables y a dos cuadras se nos quemó todo, y no lo quieren pagar.
Hasta el momento nadie había salido lastimado, pero si aplastaba la planta morirían unos buenos pares de personas.

-Y camino a la planta me encontré con vos-.
-¿Y porqué me tiraste una piña de cincuenta toneladas? –pregunté-.
-Porque estabas en mi camino, y todo lo que se...-

No lo dejé terminar la frase: -...pusiera en tu camino sería aplastado por tu furia ¿no es así?-
-Claro, -dijo y cambió de tema para volver a insistir con lo de la piña-, pero me asombró cómo tu diminuta manito detuvo a la mía.

Me encontró en medio de la calle, como si lo estuviese esperando, y así era.
Sin pronunciar palabra intentó aplastarme con una colosal trompada, y yo dirijí mi puño cerrado contra el suyo. Impactaron, y muchos vidrios se rompieron, pero nuestras manos no.
Entonces intentó pisarme, y sostuve su enorme pié sin dejarlo mover. Era claro que yo quería que se detenga.

Nos miramos a los ojos y comprendimos que no podíamos pelear uno contra el otro. Nadie ganaría.
Me tomó en su palma y salto diez veces supongo, alejándonos de allí hacia el campo.
No pienso pensar en el temblor que habrán sufrido los barrios.

Y allí estábamos, el gigante y yo, hablando sin hablar, en medio del campo –de algún campo que no tengo la certeza de que exista-, él preguntando y respondiendo a sus preguntas momentos después, y yo dejando que lo haga.

De a poco, el gigante iba regresando a su peso y estatura normales. Su odio se desvanecía, y yo lo admiraba por ello.

Cada vez más, se daba cuenta de que su fuerza y tamaño eran innecesarios, su verdadero valor estaba adentro.

Cada vez más, me daba cuenta de que el gigante y yo éramos la misma persona.